Llego finalmente a Donosti. Me reúno con mi prima Marta, manteniendo la distancia. Tras múltiples llamadas, logramos contactar con alguien que puede ayudarnos. El plan: en 10 minutos debemos llegar al centro de salud para una PCR.
Corremos hasta allí. Me hacen entrar. Salgo escasos minutos después tras haberme tomado la muestra.
El siguiente paso: mi prima debe llevarme en coche a un hotel que acoge casos como el mío en el municipio de Aránzazu, a unos 83 km de San Sebastián. Debería quedarme allí confinada, esperando los resultados, que tardarían entre uno y dos días.
Subimos al coche. Yo, en el asiento trasero con doble mascarilla, rumbo a un destino desconocido. Casi dos horas de trayecto por carreteras serpenteantes, aldeas de piedra y bosques de ensueño.
Finalmente, llegamos. El camino termina en un paraje aislado, a gran altitud, brotando entre la niebla. El pueblo, al borde de una ladera, frente a un valle de macizos rocosos, parece suspendido en el tiempo.
Frente a nosotras, se erige un edificio de arquitectura vanguardista: el Santuario de Aránzazu. Imponente. Silencioso. Rodeado de abismos y acantilados. Caminamos bordeándolo, hipnotizadas. Subimos la cuesta hasta llegar a una terraza-mirador. Me muero por sentarme allí con un café. Pero sigo presa de la situación.
Una lugareña nos indica el “hotel de los infectados”. El recepcionista me explica, a distancia, los pasos a seguir. Me entrega una mascarilla, un termómetro, unas instrucciones y la llave de la habitación 302.
Me despido de mi prima. Me encierro.