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Aránzazu

Así conocí a Aranzazú: mi viaje, la historia y las lecciones aprendidas

Esta es la historia de cómo, de imprevisto, visité la conocida como «tierra de espinos», situada en algún lugar de Guipúzcoa. Cuenta la leyenda que hacia el año 1469, en este paraje de la villa de Oñate, tuvo lugar la aparición de la Virgen de Aránzazu —arantzazu se compone de «arantza», que se traduce como «espino», y el sufijo «zu», que indica «abundancia»—. Desde entonces, su imagen es venerada en este privilegiado lugar, destino de peregrinación.

A continuación, contaré una curiosa anécdota sobre cómo mis pasos me llevaron a las inmediaciones de su imponente y reconocido santuario…

Un mundo detenido, un viaje necesario

Para ponerse en contexto, hablemos de las circunstancias que todos hemos vivido últimamente. Poco más se puede decir, aparte de las propias vivencias personales, pero sin duda, fue un giro de lo más inesperado.

La pandemia mundial y la cuarentena nos sitúan en un punto de inflexión. El mundo se para y no tenemos más remedio que confinarnos unos meses, a la espera de nuevas noticias. Convivimos más que nunca con la falta de certeza, la contrariedad, la absurdidad visibles en las noticias diarias. Atrapados en las garras de la incertidumbre, nos preguntamos constantemente si podremos salir de esta intactos.

La rutina, esta vez, se difumina. Se dilucida su ilusoriedad.

La sensación de encerramiento, de pasar tiempo con uno mismo, puede ser imprescindible, pero a la fuerza puede tornarse contraproducente. La privación de nuestra libertad se traduce en la ferviente necesidad de darle un respiro a la mente. Pero esta vez algo ha cambiado: hay factores que no dependen de ti, pero que coartan tu libertad de movimiento físico.

Yo sí tenía esa necesidad de huir, de desconectar. Porque entornos distintos pueden llegar a ser del todo sanadores cuando nos sentimos encerrados. Tiempos difíciles para disfrutar del tan necesario ocio, de viajar, de ver a los seres queridos… Qué vulnerables somos ante tales vicisitudes.

Madrid - Donosti: escapando a medio encierro

Santurario de Aránzazu, 1980

Tras este parón a la fuerza, que has podido vivir de incontables formas, hay un factor común que nos incomoda: la perplejidad ante los sucesos inminentes de la vida y el hecho de sentirnos tan frágiles e indefensos. ¿Retomaríamos alguna vez nuestra cómoda —y a veces aborrecible— rutina?

Consigo unos mendigados días de vacaciones. Al fin podré disfrutar de la tan ansiada desconexión…

Me voy al norte, a ver a mi prima, que está viviendo en San Sebastián. Al fin saldré de la agobiante y calurosa ciudad de Madrid. No ha sido fácil conseguir estos días, ni menos aún organizarme para disfrutarlos.

Ya tengo los billetes.

El último lunes de julio de 2020 tomo un autobús que tardará unas seis horas. El transporte va lleno. La mascarilla es incómoda, sí… pero nada comparado con recibir la inesperada noticia, en pleno trayecto, de que hace unos días estuve con una persona que ha dado positivo en covid.

No tengo síntomas, pero… ¿qué sabré yo? He convivido con mis padres. Estoy en un autobús lleno. Solo queda esperar.

Informo a mis allegados e intento pensar un plan de acción que minimice el daño. Atasco de dos horas a la entrada. Calor. Angustia. Deseo desmedido de salir de ahí. Las imágenes de zambullirme en el mar, cenar en una terraza del puerto, subir una montaña… se diluyen.

Aránzazu: confinamiento entre montañas

Llego finalmente a Donosti. Me reúno con mi prima Marta, manteniendo la distancia. Tras múltiples llamadas, logramos contactar con alguien que puede ayudarnos. El plan: en 10 minutos debemos llegar al centro de salud para una PCR.

Corremos hasta allí. Me hacen entrar. Salgo escasos minutos después tras haberme tomado la muestra.

El siguiente paso: mi prima debe llevarme en coche a un hotel que acoge casos como el mío en el municipio de Aránzazu, a unos 83 km de San Sebastián. Debería quedarme allí confinada, esperando los resultados, que tardarían entre uno y dos días.

Subimos al coche. Yo, en el asiento trasero con doble mascarilla, rumbo a un destino desconocido. Casi dos horas de trayecto por carreteras serpenteantes, aldeas de piedra y bosques de ensueño.

Finalmente, llegamos. El camino termina en un paraje aislado, a gran altitud, brotando entre la niebla. El pueblo, al borde de una ladera, frente a un valle de macizos rocosos, parece suspendido en el tiempo.

Frente a nosotras, se erige un edificio de arquitectura vanguardista: el Santuario de Aránzazu. Imponente. Silencioso. Rodeado de abismos y acantilados. Caminamos bordeándolo, hipnotizadas. Subimos la cuesta hasta llegar a una terraza-mirador. Me muero por sentarme allí con un café. Pero sigo presa de la situación.

Una lugareña nos indica el “hotel de los infectados”. El recepcionista me explica, a distancia, los pasos a seguir. Me entrega una mascarilla, un termómetro, unas instrucciones y la llave de la habitación 302.

Me despido de mi prima. Me encierro.

El hotel fantasma

Estoy agotada. Demasiadas emociones para un día. Toca esperar.

Mi habitación no tiene vistas al valle, pero desde una esquina se ve la torre del santuario. Pienso: “Si me quedo aquí dos semanas, me volveré loca.”

Reina el silencio. Parece un hotel fantasma. Suena el teléfono. Me ofrecen cena. La dejan en la puerta. Me ducho. Me relajo. Ceno.

La noche cae.

Día 2: encerrada entre el silencio y las montañas

Las campanas suenan cada media hora… me despiertan. A las 10 consigo levantarme.

Recojo el desayuno. Hago algo de ejercicio. Me asomo a la ventana. Veo peregrinos, ganado en la lejanía, huelo pan recién hecho.

Qué preciada es la libertad de movimiento, pienso.

Me escabullo hasta otra ventana. Desde allí veo un cimborrio, y bajo él, acantilados sin fondo, montañas lejanas y la exuberante selva vasca.

A las 13 me traen la comida. Voy a calentarla… y dejo la llave dentro de la habitación. En calcetines, busco al recepcionista. No está. El hotel está cerrado por fuera.

Estoy literalmente encerrada.

Finalmente, aparece. Me abre. Como. La comida no sabe a mucho, pero me reconforta. Veo una serie. Leo. Espero.

Llamada final: ¿libertad o encierro?

A las 18 me llaman. Me hacen esperar. Y por fin me dicen lo que esperaba: he dado negativo.

Me recomiendan quedarme una noche más. Pero han pasado 10 días desde el contacto. Llamo a mi prima. Vendrá a buscarme.

Se acabó. El posible encierro de 15 días se esfuma. Pero no me voy sin preguntarme:

¿Qué habría pasado si me hubiese quedado? ¿Qué hubiese aprendido de mí misma, sola, en un hotel aislado, en un santuario entre montañas?

Pienso en la rutina como sedante. En la incomodidad del silencio. En las posibilidades que no se viven.

Con lo que me quedo, es con haber conocido este lugar tan especial. Aránzazu, aunque fuese de este modo tan particular.

Aránzazu, julio de 2020.